Mi abuela Rufina, fue para mi, mi verdadera madre.
Ella me enseño mucho de lo que soy: a ser valiente, a no temer, a permitir que mi ser viviera lo que intuía, a salir adelante con los recursos que había, a tener «reaños». A no rendirme nunca, a ver las cosas maravillosas que la vida que nos rodeaba tenía.
Sólo una vez en todo el tiempo que con ella viví, flaqueó: fue con la muerte por accidente, de su segundo hijo, en el 1968. Se rompió por dentro, enloqueció. Caminaba por el monte sin parar, llorando y gritando de rabia y de impotencia. Yo la seguía a unos metros de distancia, en silencio…para que sintiera que no estaba sola, que alguien la acompañaba y la ayudaba en su dolor. Así pasó mucho tiempo. Meses. Sus caminatas eran agotadoras, hasta que las dos extenuadas, volvíamos a casa, ella ya sin lágrimas, yo con el cuerpo destrozado por el cansancio y por tanto dolor que de ella sentía. Nunca hablamos de esto. Ella sabía que no hacía falta que me contara nada. Desde entonces, dejó de creer en lo poco que creía: en su cristo de la Salud. Lo maldijo para siempre jamás. Y se quedó, agarrada sólo a un dolor silencioso que jamás la dejaría.
Un día, dejó sus caminatas, se sentó y me hizo, como antes hacía siempre, un quesito pequeño solo para mi. Era su forma de decirme que estaba mejor.
Murió de un infarto fulgurante en 1984. Pero yo sabía que eso no fue lo que terminó con ella. Fue entonces, en ese terrible año que quiso escaparse de sí misma, cuando murió de verdad.
Desde entonces, cada año, regreso a La Raña. donde tanto vivimos juntas. El aire, los árboles, las veredas, los castaños, las jaras, los olivos…todo, todo allí, son trocitos de su corazón esparcido.
Voy y la sigo, como entonces, caminando, caminando, de un lado a otro… y la boca, se me llena de sabor a queso fresco.