Algunas mañanas, nos levantábamos temprano. Y aún con el rocío de la noche prendido en el genillo, caminábamos por las estrechas veredas, delante del sol.
Otros días salíamos a ver como iba el avellano, que tal estaban las escobas, si tenían flor los olivos…
Los más, era simplemente el placer de caminar por el silencio del amanecer. Nuestros pasos entre los pinos o la jara…eso tenía algo mágico.
Creo firmemente, que fueron aquellos días, aquellos largos y cálidos días vividos, los que se encargaron de marcar en mi alma, qué era Dios y cómo sentirlo.
Ahora tengo un camino, al borde del valle (todos tenemos el nuestro). Está metido entre robles silenciosos y sabios que prácticamente lo cubren. Por la mañana, mientras va levantándose el sol, el rocío va cayendo en gotitas y la luz tamizada se abre paso tímidamente entre las ramas.
Al caminar por el, los pasos se hunden en las hojas caídas, el tiempo, el lugar, casi, casi desaparecen…sólo estás tú y ese sentir de tu alma.
Algunos me preguntan:
-¿Tú crees en Dios?.
– Sí, les contesto, algunos días, incluso camina conmigo entre los robles.
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MUY LINDOOO!!!!!